Rebanar el queso filadelfia, aplicarlo en la galleta perféctamente cuadrada que ahora va a dar a un lado del coctel exótico que nos preparó la brasileña.
Tomar nuestras cosas, prender un pucho, caminar de noche cantando canciones mamonas, imaginando canciones.
Subirse a una micro, viajar kilometros, bajarse, subirse a otra, viajar más hasta bajarnos de nuevo pero ahora en el peligro nocturno del callejón desconocido y los piños de caras desconfiadas pegadas en las esquinas.
Meterse a una okupa, derruido todo: las caras, los zapatos, los animales, el techo. Sentarnos en círculo y beber en caja, seguir bebiendo, fumando, bebiendo.
Meterse a la cama, rodeados de velas, de espacios vacios donde deberían ir puertas, de techos caidos, de animales ajenos, de sonrisas que se mezclan y reparten por los recovecos del lugar: sonoridad fantasmal, casi de ultratumba dibujando siluetas imposibles, susurros y ecos nocturnos con muerte en la mano.
Luego abrir los ojos.
Abrir.
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