martes, diciembre 28, 2010

Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal


"Quisiera mirarte larga y ardientemente, levantarte el vestido, hacerte mimos, examinarte. ¿Sabes que apenas te he mirado? Estás rodeada aún de una aureola demasiado sagrada. No sé cómo decirte lo que siento. Vivo en una perpetua esperanza. Llegas y el tiempo se esfuma como un sueño. Hasta que te has marchado no me doy perfecta cuenta de tu presencia. Y entonces es demasiado tarde. Me aturdes. Intento imaginarme tu vida en Louveciennes y no puedo. ¿Tu libro? También eso me parece irreal. Sólo cuando vienes y te miro, la imagen se hace clara. Pero te marchas tan de prisa que no sé qué pensar. Sí, veo la leyenda de Poushkin claramente. Te veo en mi mente sentada en ese trono, rodeado el cuello de joyas, sandalias, grandes anillos, las uñas pintadas, una extraña voz española, viviendo una especie de mentira que no es tal sino un cuento de hadas. Es una pequeña Anaïs bebida. Me digo a mí mismo: "Ésta es la primera mujer con quien puedo ser absolutamente sincero." Recuerdo que dijiste: "Podrías engañarme; no me daría cuenta." Cuando ando por los bulevares pienso en eso y me es imposible engañarte; sin embargo, me gustaría. Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal, no está dentro de lo que soy capaz. Me gustan las mujeres, o la vida, demasiado... No sé cuál de las dos cosas. Pero ríe, Anaïs. Me encantaría oírte reír. Eres la única mujer que tiene un sentido de la alegría, una sabia tolerancia; no, es más, parece que me instas a que te traicione. Por eso te amo. Y ¿qué es lo que te lleva a hacer eso, el amor? Es hermoso amar y ser libre al mismo tiempo."
H&J.
- A.N.

sábado, mayo 15, 2010

La ciudad de los espejos velados (fragmento)

En la ciudad, a los hombres nos corresponde avanzar por muchos ritos. Tal es su cantidad que en las innumerables bibliotecas que recorren el subsuelo, en compañía de ratas y de esos seres opacos que hemos dado en llamar "guardianes", existen cordones enteros dedicados a listarlos y discutirlos. En las universidades se construyen facultades enteras para dedicarse a su estudio y producción. Llegar a ser un ingeniero en ritos es comparable a ser un malabarista, un sacerdote o un médico real.
Se cuenta, mediante murmullos y señales secretas, que las mujeres también tienen ritos parecidos, pero ese tema nos está tan vedado, que los pocos que se animan a perseguirlo son marginados como si se tratara de niñatos insolentes. La persecución de objetivos banales debe ser necesariamente una operación solitaria, una caza egoísta y, ojalá, mortal. Ese es uno de nuestros ritos.
También se comenta (o más bien se encuentra instalado como un cáncer en la profundidad de nuestra memoria) que la superación de los ritos supone una ascensión, una escalada en un panteón incógnito y milenario. Todos secretamente buscan este camino, pero nadie ha confesado hallarlo. Yo no lo haría.
Los ritos determinan nuestra vida desde la concepción. Hay algunos que obligan a ciertos padres a abandonar sus crías al pie de un río de tonos verdosos el primer día de primavera inmediatamente posterios a su nacimiento. Los que sobreviven por sí solos conforman una casta ubicable en lo más bajo de nuestra escala social, pero que sin embargo cuenta con beneficios por los que muchos otros han cometido crímenes inefables. Ellos son los Guardianes y, nadie sabe cómo ni por qué, llevan en sus hombros más conocimiento de las bibliotecas y de los ritos que nadie. Una de las líneas de nuestra historia conjetura que son de su autoría los ritos fundacionales, y que existen como seres que, por una convergencia de silencios y oscuridades, están un poco más allá y más acá de la humanidad.
Hay ritos que condicionan la cantidad de líquido permitido a la semana, la forma de matar a un animal en un día específico del año, incluso alguno define los pensamientos exactos que se deben tener la mañana de un domingo, en orden y color implacable; muchos ritos conducen a la muerte, o a la desesperación suicida de no poder cumplirlos.
Simone Xenakis, uno de los ritólogos más grandes de nuestra época, (cabe aquí mencionar que el primer hijo de la novena familia en jerarquía de cada cuarenta años, se convierte necesariamente en el gran ritólogo de nuestra época) aventura que hay al menos trescientos cincuenta mil ritos identificables, más de veintinueve mil por cada una de las puertas de la biblioteca dodecaedral, y que en un nivel más sutil, en un sótano quizás de la casa más humilde de la ciudad, se encuentran especificados, hasta en el más mínimo detalle, cada uno de los pasos y miradas de cada una de las personas, cada aullido de cada animal y cada brillo de todos los puñales del presente y del futuro; incluso existiría un documento en que se cifre la existencia del rito responsable de la existencia de ese documento mismo, como una escalera infinita, un dibujo imposible de todo lo que fue y será.

lunes, mayo 10, 2010

Horrores II

No puedo encontrarte en el lenguaje.

Horrores I

El nacimiento de una epifanía desde el misterio robado de un libro que no es tuyo, no es tuyo en sus palabras ni en sus hojas, no lo es en el recibo arrugado que descansa en el tercer cajón ni en la mancha de dedo índice en la página cuarenta y dos, no lo es pero de cierta forma lo es, la huella de polvo que depositó en el escritorio no se saldrá nunca de ti, no saldrá tampoco el polvo que llegó a tus pulmones y algún rastro dejó en tu sangre, ese polvo es libro, forma de libro, altura de libro, inextricable misterio de libro. Desvías la mirada un poco hacia la derecha como no solías hacerlo y la numeración de la colección te dibuja un horror, un pánico que se vuelve descubrimiento y aceptación (aquí es la línea se difumina y comienza a vibrar, lentamente primero y luego con fuerza, en algún momento se agitará con tal intensidad que ya no será visible si no en sus dos tiempo de menor momentum, y la línea ya será dos, que a su vez vibrarán, primero con lentitud...) y ladrillo en la cabeza. Porque los libros son eso, máquinas de guerra, máquinas de construcción pero finalmente máquinas de guerra, el descubrimiento del 606 (o 909) de la colección y su dibujo no es un mero azar pero cómo decir que no es un mero azar y ponerse a teorizar sobre el polvo del libro, la epifanía del polvo, burda metáfora bíblica...

¿Cómo plantarse frente a estos escaparates sin sentir el pánico de lo incontrolable?

Las manos que manejan el número del libro y lo ponen al costado en un ángulo adecuado para que justo a la hora en que yo incline la cabeza y mire de reojo a aquel rincón y mire de reojo a aquel rincón y mire y vea una botella llena de párpados vivos y pestañeantes o una cabeza calva con un agujero en la cima que intento abrir con mis dedos pero se descascara, las paredes mismas del agujero se descascaran para dejar caer a algo que no es un cerebro ni mucho menos si no algo que es exactamente como un cerebro pero no es porque todos sabemos cómo es uno y todos sabemos que eso no lo es aunque se vea y se sienta y huela como uno y responda a los estímulos cómo uno y guarde todos los recuerdos de la infancia del calvo eso no es un cerebro ni un cráneo quizás sí un agujero quizás lo único cierto aquí sea el agujero que forma ese 0 en medio de los seisnueves y que me obliga a mirarlo y mirar a través de él y ser él para mirar el mundo hecho de polvo y libros y dibujos de alas quebradas.

Pero yo puse ahí ese libro.

¿Cómo ser los escaparates y las máquinas sin sentir el pánico de lo incontrolable?

domingo, marzo 28, 2010

Desapariciones, Dos.

Ella tenía la capacidad de aparecer de las maneras más inimaginables al abrir la puerta. Se me hacía a un bufón que se viste para un acto cotidiano, sin ninguna importancia, sin saber que podría poner en riesgo su vida o esa cabellera tan abundante. Aún recuerdo la vez que me abrió con la cara pintada blanca y traje a rallas, la conversación de ese día versó sobre gatos y caracoles pero sólo a base de gestos. Creo que apenas nos entendimos. Solamente la conversación y la taza de té, que nos hundía como en un pozo lentamente, donde nos movíamos de una forma parecida al letargo mañanero, desesperezándonos de la realidad para llegar poco a poco a un estado de movimiento innecesario; un estado, sin embargo, mucho más fluido, más rápido. Girábamos interminablemente en la taza de té tibia, nuestras palabras se mezclaban y confundían formando incoherencias. Parecíamos disfrutar de explicar todo de una forma lo suficientemente enrevesada hasta que el entendimiento de la misma fuera innecesario, que ganáramos la sustancia del concepto por una especie de decantamiento metalingüístico que nos permitiera flotar en ese universo mental libremente, asimilando todos los conceptos a la vez o simplemente quedando al libre albedrío de los mismos, siendo embestidos en todas direcciones por estos signos sin sentidos, estas sensaciones que al final nos hacían doler la cabeza de tanto rebotar dentro.