viernes, abril 25, 2008
Servicio de Urgencias de la Universidad de Chile
Dos filas nacen desde las ventanillas empotradas en una esquina y terminan a una distancia de diez personas más allá. La atención es por orden de llegada repite al mismo ritmo de la impresora una señorita de verde. Las palabras chocan con los ojos de los pacientes que se saben últimos y que intentan no escuchar, los otros los levantan como si se arremangaran las camisas y comienzan ya a ser parte de otro grupo, del mundo al otro lado de la puerta de espera.
Una anciana cuenta animada a una joven rendida que la juventud ya no respeta, que los viejos saben tanto y que ella cuando joven tampoco lo creía, pero que la vida se lo había mostrado tantas veces ya; que le contara no más sus problemas, ella era una tumba y además tenía Alzheimer, asimismo era tan vieja y honesta y buena. La joven se viste con una sonrisa de hastío, abandona el cuaderno en el asiento de al lado junto con sus esperanzas de seguir estudiando, y se pone a contarle lo del dolor de cabeza y el stress. El cuadro es casi una caricatura.
Cruzando el delgado pasillo que separa a los adultos de los niños el silencio es mayor. Aquí la impresora y la señorita de verde apenas se escuchan, las madres mantienen a sus hijos bien pegados al cuerpo, contemplándolos con ternura como si replicaran algún lienzo de Rafael. De pronto alguna siente la necesidad de hacer un comentario y las voces de todas comienzan a sumarse y el clamor a crecer, algunos niños en ese momento se arrojan al piso, libres ya del abrazo amoroso y empiezan a caminar, a entablar relaciones fugaces con los que comparten sus dolencias, mientras los mas enfermos se alojan aún en los regazos tibios y miran el acto con desconfianza y cierta envidia.
Una señora se levanta de su asiento cuando en su rostro lo que se eleva es la indignación. Camina decidida y golpea una puerta con su retoño de la mano; el niño no tiene más de dos años, lleva un gran parche blanco en la cabeza y un rostro entre curioso y aburrido. La mujer que aparece por la puerta está bien vestida y se identifica como la asistente del pediatra. La señora con el niño del parche le explica que la semana pasada pago cuarenta y cinco mil pesos para ponerle un pegamento a la herida de su hijo y mire ahora como está de abierta. La asistente le cuenta con frialdad que la opción es volver a realizar el procedimiento pero que tiene que pagar nuevamente. La señora ya desesperanzada parece que está entre llorar y gritar porque cómo va a pagar eso, que ella no tiene, no alcanza, no puede.
Los clamores del resto se callan por un instante, las miradas se posan en la escena mientras las manos dan la impresión de apoyarse en los hombros y la sala completa se suma en silencio al reclamo, hasta la impresora parece haberse trancado por un segundo. La asistente bien vestida parece disminuirse y apagarse de a poco. Da media vuelta rápido y dice que ya, que pase no más, veamos con el doctor qué podemos hacer. Las conversaciones se reaniman como si nada hubiera pasado, hasta con un poco de recelo por la señora que entró antes que ellas, porque en este país nunca nadie escucha con querer y nadie siente pena por el que ya cruzó por la puerta. Al otro extremo del pasillo la impresora seguía en el mismo tono, en el mismo ritmo y la señora del Alzheimer comenzaba su historia nuevamente, en el mismo tono, en el mismo ritmo.
sábado, abril 19, 2008
Las palabras, nuevamente...
.. Todo lo que usted quiera, sí señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se acechan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas… Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola...Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció. Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada...
tal vez...
martes, abril 15, 2008
Portishead
miércoles, abril 09, 2008
Moral
Esto se conoce como "Moral".
La moral es una mera superchería estética, casi un juego paralogístico y subrepticio de mentes deseosas de una apología facilista en la cual ensalzar sus miedos como triunfos. Por supuesto, no intento una generalidad banal que al fin y al cabo terminaría siendo lo que acusa; sólo representativamente me refiero al concepto que tal vez termine advirtiéndose mejor en algún lenguaje de la tierra, en algún símbolo vetusto que pueda llegarnos por osmosis; como el caminar distinguido de un petirrojo en cortejo, las caras desahuciadas de sí mismas de los asistentes a un funeral o esa melancolía llana y vasta que encharca los espíritus al término de un proceso cualquiera; el resumen, el ápice vertiginoso, la mismidad del asunto de la moral se refleja en las máscaras terroríficas que danzan, como en un juego, asidas de sus extremidades, bamboleándose al vaivén de una música secreta y voluptuosa que termina estructurando un gran teatro flotante, una nube onírica en la que el deleite trascendental es la omisión. La omisión, el fragor dulce de la guerra de quimeras, la sensualidad irresistible de esos trajes que descubren los senos desnudos, los vientres, los muslos blancos y provocativos sólo con el objeto de ocultar el trasfondo; la verdad inalienable del corazón desnudo, cruel y sangriento; la paranoia imparable, el deseo como motor intransigente y omnipotente y neurotizante de una humanidad demasiado carne, demasiado humana para jugar juegos de deidades: nominalismo barato y expreso. Verdad sin verdades soportada por nuestra asquerosa compasión sin verdades. Omisión, fragor, sexo y carne; crueldad, hipocresía, neurotismo y sangre. Insoportable, desquiciante, deliciosa levedad del espíritu. Martilleo incansable de un Dios en un espacio imposible. Hermosura de heces con propiedades fálicas, con sensaciones de cráneos separándose en apologías insufribles de discursos con olor a jazmines. Oh dulce verdad inalcanzable, humanidad insurrecta y apopléjica de sonrisas y llantos. Me empapo de tus aguas enlodadas de animales putrefactos, te beso en la boca de dientes cariados y nauseabundos, abrazo tus extremidades de palo ya mutiladas, acaricio tu sexo enfermo y disfrazado. Todo lo que eres soy, todo lo que somos pretendo.
Hipocrecía
La pregunta por el sentido vuelve una y otra vez, rezongando siempre y exigiendo una atención difícil de otorgarle, difícil de no... Y es ahí donde aparece el giro secreto y la homologación de los papeles, el algebra se revienta en una furia infranqueable como si de esfera sin superficie se tratara, es entonces, en aquel punto, en la perdida del sentido por la búsqueda del sentido, en esa cima que gusta desaparecer cuando se la alcanza, esa cima que corona una montaña imaginaria apoyada en el mundo no más real, cuando te desollas la cabeza en furia y desespero, porque ves que el piso desaparece bajo tus pies cuando intentabas aprehender sus formas, ves la maraña de identidades que llamamos realidad como un dibujo de niños en tu cabeza y la simpleza se vuelve de golpe inexpresable, y la palabra te pone (riendo) un bozal de perlas, y no te queda mas que cerrar los ojos y avanzar de memoria los caminos ya conocidos, escuchar por costumbre las cigarras en su baile infinito, los gemidos sin fuente ni intención reconocible, poco a poco ir dibujando un mundo que dibuje una realidad que te dibuje a ti mismo. Para por fin atreverte a abrir los ojos y, porque no, sonreír.