El tacto era familiar. La lluvia caía pesada pero gentil, en goterones que se repartían por mi cuerpo como carreteras sonoras, descompuestas en colores indescriptibles que llevaban grabado en sus hombros la identidad completa de la realidad, un palimpsesto acuático del instante, tarros de pintura sucesivos que no abandonan su significado unitario y se vuelven parte de un todo absolutamente personal e intransferible, pero intuido deliciosamente universal.
Desconfiado, más por absurda costumbre que por real pálpito, me dejé reposar en la tierra mojada. Permití a mi pies libres pasearse por las pozas y a mi cuerpo dejarse recorrer por las nubes. Los árboles que me rodeaban se volvieron personas que me tomaron en un abrazo infinitamente cálido y extrañamente carente de sensualidad. No podía evitar las risas y bebí de la lluvia durante horas, sintiendo el penetrante frío de la manera más agradable que pueda lógica o locura alguna conjeturar.
Las cifras de los días son matemáticamente infinitas, pero no hay cielo mortal bajo el que quepa la consideración posible de ese camino poliforme que es el tiempo. Puedo declarar, con un temor irrenunciable al poder creativo de la enunciación (y a sus consecuencias), que me despojé en un momento de la preocupación por la causalidad, y que un instante vi un instante, y que en un paso vi todos los pasos reflejados, resonantes, y la lluvia fue un millar de espejos de mi rostro y su personalidad vedada, borrada por la mano deleble de la compresión.
Cerré mis ojos entonces y dibujé una sonrisa en el universo por cerca de media hora. Los trazos de mi lucidez me indicaron que el momento para volver era ese, a riesgo de que uno futuro ya se viera imposibilitado por la biología de mi circulación.
"Vamos, volvamos, tenemos que secarnos".
Y partimos, torpes y mojados de vuelta a la oscuridad de la habitación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario